Existe una dificultad con la que deben lidiar todos los realizadores que se
topen con Jugde Dredd. Se trata de una premisa engorrosa basada en los preceptos
a través de los cuales fue creado no solo el personaje, sino todo su universo
imaginario: estamos ante un antihéroe abiertamente fascista.
Así, cada
artista que ha tomado las riendas de la historia del policía futurista no sólo
debía crear un buen argumento, sino balancearse con criterio para manejar esa
distopía totalitaria y caótica que es Megacity sin ser acusado de tráfico de
influencias.
Y el guionista Alex Garland lo logra en buena medida. Su
historia da (apoyada en el trabajo del director Pete Travis) una acabada idea de
lo que John Wagner y Carlos Ezquerra pensaron cuando crearon un estado
totalitario donde el concepto del Poder Judicial se amalgame con el de Policía y
en el que la pena de muerte esquive cualquier tipo de traba burocrática para
ejecutarse de inmediato, si lo avala un pequeño manual de usuario. Un sistema
donde los jueces sean verdugos, ganen las calles y estén entrenados para matar a
quien no cumpla las reglas, reglas que el 80% de la ciudadanía está dispuesta a
pasar por alto, porque ese 80% no tiene muchas más chances que hacerlo para
sobrevivir. Un sistema facho, con todas las letras.
En ese contexto
destaca el Judge Dredd, en este caso interpretado por Karl Urban (la versión
shampoo realizada en los 90 estuvo a cargo de Stallone) aunque bien podría ser
cualquier actor testosterónico de quijada amplia y con la capacidad de impostar
la voz. Dredd sería el policía impoluto e incorruptible. Leguleyo por definición
e impiadoso al momento de hacer cumplir la ley a rajatabla.
Garland
entiende bien la idea y saca provecho de su buen criterio como guionista (que ya
había insinuado en Sunshine, una película que comenzó para hacer historia y se
derrumbó por su propio peso) haciendo que ese sistema totalitario muestre los
costados endebles de sus fundamentos. Así, se permite incluir otro agentes del
orden de principios antagónicos a los del protagonista. Corruptos con poder en
un sistema corrupto. El resultado es más que interesante, evitando que el
espectador idealice un sistema represivo donde la única solución, es el
exterminio de los excluidos.
En otro orden, la película cuenta con una
acción constante que se permite saludables mesetas. Sin embargo, y quizás el
punto más alto del largometraje pasa por el buen uso de los efectos visuales. El
cuestionado recurso del 3D es exprimido al máximo y es difícil imaginarse a la
película sin él. No fue azaroso que los realizadores utilizaran un edificio de
200 plantas como escenario principal, ni una droga sintética que pone en cámara
lenta el cerebro de quien la consume, y por propiedad transitiva, del
espectador.
El juego de cámaras entonces, propone composiciones
fotográficas que hacen abismos amparados en la profundidad de campo y en la bien
aplicada tridimensional lente. El slow-motion encuentra su excusa en un recurso
argumental y es utilizado con tino, sin excederse y aprovechándolo para decorar
un gore atenuado.
Pete Travis hace su irrupción en las grandes ligas de
Hollywood con un trabajo prometedor dentro del género fantástico y pudiendo
acreditarse ser uno de los pocos realizadores en comprender que el 3D puede ser
más que un recurso efectista para hacer al lenguaje narrativo y otorgarle un
valor agregado a la historia, en tiempo donde los lentes bicolores son
utilizados sólo como un subterfugio para deslumbrar a las masas.
lunes, 22 de octubre de 2012
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