lunes, 22 de agosto de 2016

Elementos inertes

Cuando John Ostrander creó la nueva -y a la postre definitiva- versión del Escuadrón Suicida en 1987, lejos estaba la industria del cómic norteamericano de vivir su panacea cinematográfica. No obstante, e incluso por encima de personajes clásicos que desandan sus propias historias en pirotécnicos blockbusters, había algo especial en la idea del autor que hacía adivinar al grupo como una semilla fértil para la pantalla grande. Había un nosequé en este puñado de supervillanos organizados por el gobierno para realizar misiones particularmente peligrosas.

Es que detrás de ese concepto, el de -a cambio de reducir sus condenas- enviar a los malos a misiones hiper arriesgadas, se leía solapadamente un manual de estilo de la política norteamericana. De los servicios de inteligencia que operan por debajo incluso de los servicios de inteligencia. De los secretos que guardan secretos que es mejor no conocer.

Allá quedaron esos comics clásicos de la DC. La modernidad propuso una nueva versión del grupo que tuvo una clara influencia en la que se ve en la pantalla grande. Ahí emerge la figura de Harley Quinn y se mantienen, como vestigios clásicos, Deadshot y el Capitán Boomerang, entre otros tantos.

Y curiosamente, al igual que sucedió en las historietas, en el cine DC comete un error de principante: intentar edulcorar un producto cuya calidad radica en su crudeza. Nadie sabe (o al menos quien escribe) cuáles fueron los argumentos editoriales para llenar de colores el Suicide Squad moderno de las historietas. En el cine, sin embargo, se adivinan: reseñas despiadadas con el tono oscuro de «Batman Vs. Superman: Dawn of Justice» y «Man of Steel», críticos que reclamaban mayor liviandad, más entretenimiento, en cierta forma marvelizar un poco el material por venir, cayendo en la inevitable comparación con el exitoso trabajo que la competencia realiza en cada una de sus incursiones en el séptimo arte.

El resultado, muy a pesar del obstinado director David Ayer, no es bueno. Suicide Squad es una película insípida, mal editada, de un humor forzado y de pocas luces. Sus personajes resultan por momentos ridículos y ni siquiera salvan en conjunto las intervenciones de Margot Robbie, una de las cartas fuertes de la franquicia, ni del a priori prometedor Joker de Jared Leto, que en este caso está más cerca de un matón afroamericano que del psicópata impredecible que todos esperamos ver.

Los directivos de DC pecaron de pechos fríos. Dieron el brazo a torcer y la decisión no fue la acertada. Era la oportunidad de consolidar una manera de hacer cine de superhéroes desde una nueva perspectiva, como Christopher Nolan demostró con su trilogía de Batman es posible hacer. Pero Ayer no es Nolan y por eso en este caso el enemigo no es un supergrupo soviético y mucho menos (¡MUCHO MENOS!) terroristas islámicos agrupados bajo el nombre de la Jihad como en los gloriosos cómics de la década del 80, sino más bien una amenaza sobrenatural bastante confusa que sin embargo no puede con el embate de contrincantes que usan boomerangs y bates de baseball.

Las dos horas de historia transcurren inertes. Una película de carencias que quizás entretenga por un rato al espectador ocasional y que no llegará a indignar al fanático acérrimo. Lejos de la decepción que supo provocar Green Lantern (2011) o la indignación de Fantastic Four (2015), Suicide Squad no logra generar absolutamente nada, y eso, para una película de sus características, es una falencia de proporciones.

lunes, 28 de marzo de 2016

Poder Absoluto

El tiempo pondrá a «Batman vs. Superman: Dawn of Justice» en el lugar que se merece. A saber, el de una de las películas más logradas del subgénero superhéroico, ese que desde hace un tiempo llegó para quedar en el imaginario popular del cine como una especie de western moderno, provocando escozor en los puristas y eufóricos placeres en los amantes del cómic y la ciencia ficción en general.

En términos cinematográficos, Zack Snyder vuelve a tomar entre sus manos un artefacto explosivo altamente volátil. El director aborda la misión de dar forma a la primera película que reúne a los dos personajes más icónicos no solo de la editorial DC sino de la cultura de masas. Ahí están el Hombre de Acero y El Caballero Oscuro con su mitología a cuestas y una horda de fanáticos aguardando famélicos. El desafío era alto, y aunque fiel a su estilo -el mismo que lo llevó a destruir «Watchmen» (2009) quizás la mejor novela gráfica jamás escrita- en este caso Snyder sale airoso, creando una película oscura, violenta, rabiosa y de acción trepidante, que representa un gran y promisorio comienzo para la apuesta más seria de la DC Comics en la pantalla grande.

El título elegido, una obvia e inteligente estrategia publicitaria, es algo más que una anécdota. La batalla entre ambos héroes no es sino una excusa para construir el prólogo de lo que será el derrotero de la editorial en el cine con un aluvión de películas ya anunciadas que desembocarán en la Justice League, el equivalente que esta vereda tiene de Avengers. Y con esa intención, todo se lleva a cabo con precisión e inteligencia. La historia está atravesada por guiños para los fanáticos y anticipos de lo que vendrá. Caldo de cultivo para el fervor comiquero.

Con todo, las dos horas y media de película transcurren entre las volcánicas escenas de acción, -debilidad del director- los anticipos, destacadas actuaciones y un delicioso ejercicio intertextual con historias clásicas de la narrativa dibujada. Así, a la referencia obvia a «The Dark Knight Returns» (Frank Miller, 1986) se suman la de «Superman: Red Son» (Mark Millar, 2003), «Crisis on Infinite Earths» (Marv Wolfman y George Perez, 1985) y «The Death of Superman» (varios autores, 1992) entre muchos otros. El guion de Chris Terrio y David S. Goyer marca una distancia insoslayable con el cine de superhéroes realizado hasta el momento, monopolizado en al menos un 90% por las producciones de Marvel Cómics, y como si fuera una extensión natural de lo que ambas editoriales supieron proponer en materia de comics, construyen una historia lúgubre, de tintes oscuros, sin lugar para el humor y con muy poco espacio para el público infantil. Se reemplaza la colorida pirotecnia de Avengers por un escenario de terror, de psiquis retorcidas, pasados tortuosos y mentes enfermas.

En ese lugar surge un enorme Jesse Eisenberg, que reformula a Lex Luthor dandole a su innata megalomanía los rasgos de un psicótico que por momentos recuerda al mejor Joker de Heath Ledger. Eisenberg es la llave maestra de un guión que avanza a través de su personaje, que si bien no respeta las características propias del que desanda su maldad en las páginas de Superman, convence por la soberbia interpretación del actor. Gal Gadot deslumbra como una Wonder Woman largamente esperada en la pantalla grande. Su versión de la amazona convence de punta a punta y genera expectativa en torno a la película que la tendrá como protagonista.

Detrás de ellos (sí, detrás) aparece el cuestionado (a cuenta) Batman de Ben Affleck, que logra sobreponerse al prejuicio popular como un convincente Hombre Murciélago. Más adusto que el de Christian Bale, su inmediato predecesor en la pantalla grande, pero también más furioso, traumado y violento. El Batman de Affleck se deglute al Bruce Wayne de Affleck, recordando saludablemente a la versión (otra vez) de Frank Miller y dando forma a una caracterización sólida, que seguirá siendo el epicentro de la polémica quizás más por la elección del actor que por el resultado final del experimento. Henry Cavill repite la buena tarea como el Superman sombrio que llevó adelante en «Man of Steel» (2013) sumándole en este caso el contrapunto del álter ego humano del superhéroe, Clark Kent, sin que la historia se detenga demasiado en él.

Y es quizás ese el aspecto más destacable de la película terminada. Concientes de que tienen entre manos un producto icónico del arte industrial, de consumo masivo y conocimiento popular, director y guionistas no se demoran en cuestiones que ya se trataron hasta el cansancio con anterioridad, y elipsis tras elipsis, avanzan evitando el hastío. Se da por supuesto, criteriosmente, que el espectador ya conoce el origen de Batman, de Superman, los pormenores de sus identidades secretas y las características propias de los personajes. Así que se omite lo que tácitamente ya está instalado en el conocimiento colectivo y se da paso a una historia nueva, sin vueltas ni rodeos.

«Batman vs. Superman: Dawn of Justice» confirma lo que DC ya demostró con la trilogía de Batman dirigida por Christopher Nolan: existe otra manera de realizar cine de superhéroes. Una más adulta y repleta de matices, con segundas lecturas, creada para algo más que satisfacer las necesidades de un mercado voraz. Como lo hiciera alguna vez con sus cómics, sienta jurisprudencia y hace escuela. Resta esperar con ansiedad desesperante lo que vendrá, que promete un puñado de grandes historias extrapoladas desde un genial e infinito universo de viñetas.


lunes, 18 de enero de 2016

Colores puros

Las idas y vueltas para la realización de la octava película de Quentin Tarantino, tal y como él mismo se encarga de aclarar en unos créditos de tipografía a tono con una estética que viajó impoluta desde «Reservoir Dogs» (1992) hasta ahora, permitieron que contrariamente con sus trabajos anteriores el enigma en torno al producto final no sea tan pronunciado.

A priori, «The Hateful Eight» asomaba -por ser la segunda incursión del director navegando las turbulentas aguas del género western- como la continuidad natural de «Django Unchained» (2013). Sin embargo estamos ante un trabajo que encuentra más puntos coincidentes con «Inglourious Basterds» (2009) que con la cinta que protagonizara Jamie Foxx.

Me explico: estamos asistiendo a la película más política de Tarantino, quien recrea un escenario reciente de la postguerra civil norteamericana donde desperdiga su arsenal acostumbrado de personajes carismáticos llamados a formar parte ad eternum de la cultura de masas. En ese contexto, aprovecha para plantar bandera y desde un lugar muy sutil, presentar un menú de las idiosincrasias del Siglo XIX y por propiedad transitiva apelar al sarcasmo para evidenciar la vigencia del rancio pensamiento de una burguesía yankee aún vigente. En épocas de marcadas diferencias raciales Tarantino toma postura en una película de diálogos, de extensos y férvidos diálogos. Léxicos rabiosos acunados en tomas eternas que van del plano general con el que da inicio la historia a los primeros planos que introducen a algunos de los personajes principales durante el viaje en diligencia donde los abismos ideológicos comienzan a presentarse como un protagonista insoslayable. Otra grieta.

Tarantino se reinventa. Se inmola y reconstruye a lo largo de tres horas en las que nuevamente acciona su férvido fanátismo por el western sin abandonar nunca la tónica que hace tan reconocible su cine. Ese fanatismo que en Kill Bill fue por el cine de artes marciales y la cultura oriental. Esa locura por la narrativa audiovisual que permite al espectador avezado deleitarse con la sospechosa similitud de Jennifer Jason Leigh con la Carrie de Sissy Spacek y Brian De Palma y con la pegajosa brutalidad Cronenbergiana que atraviesa longitudinalmente una historia concatenada con perfección de relojería.

Con esos elementos arma el rompecabezas de un guión erigido en torno a un puñado de parias, buscavidas y sobrevivientes de una guerra implacable. Con ellos, el director convierte una hosteria de mala muerte en los Estados Unidos del sur Confederado y el norte de la Unión, con los respectivos actores sociales de un país dividido cuyos estratos raciales y económicos constituyen un verdadero abismo. En esa coyuntura emerge el racismo como temática central, solapada en una trama propia del género que recuerda los enigmas del Hitchcock de «Dial M for Murder» (1954) o «The 39 Steps» (1935).

Y como si fuera una metáfora de su actor fetiche, es detrás del personaje de Samuel L. Jackson que Tarantino, como dije, toma partido. El personaje del negro que sirvió al ejército que luchó para abolir la esclavitud envía constantes dardos subliminales sobre el pensamiento del director acerca del segregacionismo. Así como los bastardos bajo las órdenes de Aldo Raine mataban nazis a sangre fría, Marquis Warren repudia a fuerza de plomo a quien ose legitimar la ya abolida esclavitud, con una falsa carta de Lincoln como fuero. Y a pesar de que en este juego moral no hay héroes sino más bien un hatajo de sociópatas presentados como villanos, el relato que promedia la historia traza una línea clara: el racismo en cualquiera de sus formas merece el mayor de los repudios, aunque en este caso y a favor de la historia, sea presentado como una humillación de proporciones inconmensurables como una licencia poética grotesca.
El cuadro es completado por un equipo de actores liderados por un Kurt Russell interminable, un Tim Roth genial y un sorprendente Walton Goggins. Michael Madsen vuelve a interpretar el mismo personaje que Tarantino parece haber creado para él -esta ocasión como un apático cowboy- y Jason Leigh da forma a su mejor papel desde «Single White Female» (1992) como una bizarra forajida en tiempos donde la villanía parecía una cuestión exclusivamente masculina.

Quentin Tarantino consigue una vez más sacudir los cimientos del establishment hollywoodense haciendo gala de cierta impunidad que le otorgó su talento como director y guionista. Resta esperar sus próximos trabajos con la paciencia adamantina de quien aguarda el paso de una inclemente tormenta de nieve.